miércoles, 7 de octubre de 2015

¡Bienvenido al blog, a nuestro querido y gran estimado escritor: El señor Eduardo Chaves, queridos amigos!

¡Permiso! ¡Buenos días, buenas tardes o noches, chicos y chicas! ¡Hola, chicos y chicas! ¿Cómo están? Queremos compartir junto con todos ustedes, una dedicatoria especial.

Queremos compartir y presentarles desde la ciudad de Córdoba Capital, Argentina, junto con toda mi familia, con todos mis seres queridos, amigos y compañeros de la Facultad de Lenguas, tantos para cada uno de ustedes, como así también; para cada una de sus familias, para cada uno de sus seres queridos y amigos, la primer historia que se titula: "Siempreverde" y fue escrita por el escritor argentino, el señor Eduardo Chaves.
Mi madre era alta. En el pueblo la llamaban "la Gringa" por sus ojos verdes y el pelo casi rojo. Mi abuelo había sido jefe de estación y la casa en la que vivían estaba exactamente al lado de las vías, junto al andén donde los trenes marcaban las horas de trabajo y de todo quehacer.
El tren de las 6.45 despertaba con su trueno para indicar la hora de levantarse para ir al colegio. Luego, en el breve lapso para lavarse la cara, los dientes, tomar el desayuno, de pie junto a la pileta de lavar y peinarse con cuidado frente al espejo del baño para que las trenzas quedaran perfectas, el expreso de las 7.20 cruzaba como un rayo para señalar la hora de salir por la calle de tierra y llegar justo a las 7.30 a la escuela que quedaba del otro lado de la plaza.
En aquellos tiempos la felicidad era eso, el sol de marzo suavizando la mañana, los pájaros que orquestaban sus conversaciones ligeras en la sombra de los árboles, la sencillez de no esperar más que la hora de regreso, hora anunciada por el carguero de la 13.15 que dividía el pueblo en dos durante largos minutos con su interminable pasar y que producía en la escuela un revuelo de risas pues todos corrían hasta el paso a nivel para contar uno a uno los pesados vagones.
El pueblo vivía de los trenes, de lo que traían sus cargas, del pasajero oportuno que iba a la capital a sorprenderse de su vértigo para luego regresar y contarlo.
El rumor a cañones que sacudía las paredes en las horas determinadas era un signo de vida y de sorpresa, aquél sonido fulgurante había adquirido el concepto del aire, de algo ineludible y necesario.
Los trenes, sin lugar a dudas, llegaban y partían dejando su nostalgia y su promesa como lo hace el sol cuando asoma o cae en el horizonte.
Pasaron algunos años y una tarde, el tren de pasajeros de las 18.10 que sólo se detenía en la estación en las raras ocasiones en que alguien del pueblo volviese de la capital, dejó en el andén a un hombre de traje azul y zapatos de charol. Era un viajante que ofrecía relojes, collares de cuentas brillantes, pañuelos de seda de Italia, anteojos para sol con marcos de carey y otras cosas extraordinarias. Todo venía oculto en una valija de cuero oscuro.
El desconocido recorrió el pueblo a pie hasta descubrir la tienda de Ramos generales y no tardó mucho en convencer al dueño de que sus mercaderías eran el futuro de su negocio.
Esa noche durmió en la habitación más grande del único hotel, frente a la estación. Cenó la comida más cara y luego fumó en la vereda un par de cigarrillos mientras miraba el cielo casi negro de tan azul salpicado por la lumbre de las altas estrellas.
Al día siguiente, en el tren de las 11.30, regresó a la capital.
A partir de ese momento, una vez al mes, en el mismo tren de pasajeros de las 18.10, el viajante bajaba en el andén y se dirigía con su valija misteriosa cargada de nuevas maravillas a la tienda de Ramos Generales. Por las noches, luego de cenar, la brasa de su cigarrillo brillaba en la vereda mientras el humo se diluía en el silencio nocturno con una levedad imaginada.
Desde la ventana de su dormitorio, mi madre miraba esa luciérnaga insistente, esa mínima llama.
No sabía aún que su corazón se incendiaba de inquieta mansedumbre, que una ceniza igual a la que rodaba por la calle iba ganando uno a uno sus latidos pequeños, sus golpes de dulce sangre buscando la tormenta. Odiaba sin saberlo el tren de las 11.30, suspiraba cada día al paso riguroso de la máquina de las 18.10 que cruzaba sin detenerse, dividiendo el pueblo en dos y también su sueño inacabado. Hasta que una vez al mes, en la tarde suspensa, la máquina resoplaba como un animal enfermo, hacía rodar en las vías su bruma blanca, y el traje azul y los zapatos de charol descendían en el andén desierto y llenaban de sol todas las cosas aunque hubiera lluvia.
Una noche, el viajante descubrió una luz en la ventana frente a la estación.

Detrás de los vidrios había una cabellera roja y unos ojos verdes, había también una herida ligera buscando el bálsamo que la hiciera mortal.
Luego la vida proclamó su reinado sobre toda corteza, dejó en la piel su raro turbulento y sin maldad ni advertencia obró como como un labriego en una tierra dispuesta.
Hubo un mes en que el tren, el de las 6.45, el expreso de las 7.20, el de las 11.30, rumbo a la capital, el carguero de las 13.15 con su serpentina de vagones roncos. La Gringa los miraba a todos con sus ojos verdes, los veía desaparecer huyendo sobre las vías hasta ser hasta ser una línea de humo más allá de los álamos donde una curva parecía ser el fin del mundo. Las antiguas palabras, que durante un tiempo habían sido mágicas y eternas, se hicieron recuerdos; las caricias furtivas se hicieron luciérnagas sin alas ni destellos, los besos se acurrucaron como animalitos asustados en algún rincón de la memoria.
Cuentan que nací de noche, que mi madre preguntó si era varón y cuando le dijeron que así era rompió en un llanto interminable que duró hasta en la madrugada. Cuentan que luego no lloró jamás y que su voz era una canción cada vez que pronunciaba mi nombre.
De esto hace ya mucho tiempo. Los trenes desaparecieron sin ruido dejando las calles vacías de aquél fragor vital y de su torpe mensaje. Mi sueño de ser jefe de estación se esfumó entre palabras de necios gobernantes y papeles estériles. Tengo un negocio de comestibles con el que mantengo a mi mujer y a mis hijos y mi vida es simple como la de todos en el pueblo. Vivo en la misma casa, junto al andén, y mi madre es una anciana que todavía entre sus canas esconde una luz rojiza que recuerda aquellas trenzas que parecían de fuego. Me llamo igual que aquel hombre de tren y dicen que si tuviera un traje azul y una valija de cuero sería como una imagen reflejada en un espejo.
Algo de eso debe haber, porque a veces, cuando la noche comienza a ser secreta y los pájaros han buscado silencio entre las ramas, cuando una calma brumosa y perfumada se apodera de todos los tejados y desde el cielo cae una blanda soledad, suelo fumar un par de cigarrillos en el andén desierto. El humo vuela, se deshace, es niebla temblorosa. Es entonces cuando en la ventana, detrás del fino encaje de las cortinas, descubro los ojos verdes de mi madre, no viejos, no marchitos, no apagados. Ojos que miran lo que nunca se pierde, ojos despiertos que quizás esperan todavía el viajero que llegaba en el tren de las 18.10.
Fin.
Señor Eduardo: ¡Gracias, muchas gracias señor Eduardo por habernos compartido su historia!
Señor Eduardo: ¡Lo queremos y admiramos mucho!
Señor Eduardo: ¡Siga así!

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