viernes, 27 de noviembre de 2015

¡Bienvenido a nuestro blog, a nuestro querido y gran estimado escritor argentino, el señor: Gustavo Roldán, queridos amigos!

¡Permiso! ¡Buenos días, buenas tardes o noches, chicos y chicas! ¡Hola, chicos y chicas! ¿Cómo están? Queremos compartir junto con todos ustedes, una dedicatoria especial.

Queremos compartir y presentarles desde la ciudad de Córdoba Capital, Argentina, junto con toda mi familia, con todos mis seres queridos y amigos, tantos para cada uno de ustedes, como así también; para cada una de sus familias, para cada uno de sus seres queridos y amigos, el cuento que se titula: "El árbol más alto" y fue escrito por el gran escritor argentino de libros infantiles: El señor Gustavo Roldán.

Cuento: El árbol más alto.

Autor: Gustavo Roldán.
El coatí cachorro se despertó contento, se estiró para un lado y para el otro, y pensó que la mañana estaba muy linda para arruinarla lavándose la cara. Total, mientras uno duerme no se ensucia y entonces qué sentido tenía, y listo.
Dio dos pasos para atrás tomando impulso, miró hacia el árbol más alto, y corrió y corrió y trepó por el tronco hasta llegar a la punta.
Ahí, en la última rama, era como estar cerquita del cielo.
―Si este árbol fuera un poquito más grande ―pensó.―podría tocar alguna nube.
Siempre le pasaba lo mismo. Y cada mañana trepaba a un árbol más alto, pero del cielo, nada.
―Bueno ―se dijo.―, ya que estoy aquí voy a aprovechar para mirar lejos.
Eso también hacía todas las mañanas, miraba lejos. Y estaba contento mirando lejos y descubriendo mundos.
En esos días las cosas andaban bien para el pequeño coatí.
Tenía árboles para trepar, mucho mundo para descubrir y una mamá y un papá coatí que eran casi los mejores. Le costaba un poco enseñándoles cómo deben ser una mamá y un papá, pero aprendió rápido. Un poquito más y podrían ser los mejores del mundo.
Pero lo que no había forma de hacerles entender era que la vida puede ser muy aburrida si uno no se trepa a los árboles.
Creían que subir a los árboles era solo subir a los árboles.
Les costaba entender que llegar a la punta de la rama más alta era eso, sí, pero también un montón de cosas más.
―Sí, sí ―decía el coatí papá―. ¿Pero qué otra cosa?
―¡Uf! ―decía el coaticito, molesto porque su papá no entendía―, es como comer una naranja muy dulce cuando uno tiene sed.
¡Ah! ―decía el papá poniendo cara de "ahora sí", pero después preguntaba―, ¿Y entonces por qué no te comes una naranja? ―Claro ―decía la mamá―. Ya tengo una naranja para cada uno. 
―No, yo no quiero ―decía el coaticito y se trepaba corriendo a la punta del árbol.
―¡Ay, con este chico! ―decía la mamá―. ¡Ahora resulta que no le gustan las naranjas!
―Bueno, bueno ―decía el papá―, yo me como las dos y listo.
Aquel era un día para ser saboreado. Era un día para sentir el olor de cada pastito y de cada hoja, y el sabor del viento, y el sabor del sol que se quedaba entibiando las hojas de los árboles.
El coaticito subía y bajaba y volvía a subir, y saltaba de rama en rama y de un árbol a otro, raspándose los brazos y arañándose las orejas con las espinas, y golpeándose con cada salto mal calculado. Y en cada golpe y en cada arañazo sentía un poco de dolor y una cosa que no podía nombrar pero que le corría por todo el cuerpo, y estaba contento.
―¡Coaticito! ―llamó el papá―. ¡Es hora de bajar!
―Viajar lejos en la punta de un árbol ―contestó.
―¡Coaticito! ―llamó la mamá―. ¡La comida está lista!
―¡Un día para saborear el sol! ―contestó. ―¡Coaticito! ―gritaron los dos―. ¡Te vas a quedar sin postre!
―El viento tiene olor a naranjas.
―¡¡Coaticito!!
Un día para descubrir que uno tiene manos y ojos y nariz.
Y, entonces, el papá coatí se quedó pensando un momento y, haciendo un ademán como quien se saca algo de encima, comenzó a correr y se trepó a la rama más alta, y tenía los ojos brillantes, y saltó de un árbol a otro y otro y otro. Y la mamá quiso decir "pero ustedes están locos". Pero solo dijo "pero ustedes..." y también corrió y trepó a la rama más alta, y no era más una mamá muy mamá que no trepaba a los árboles, sino una mamá que subía y subía cada vez más.
Cuando bajaron, mucho después, no dijeron nada.
Se miraron y era como si hubieran dicho muchas cosas, porque cada sabía lo que sentía el otro, y entonces las palabras eran como cáscaras vacías.
―Ahora sí me parece que tengo ganas de comer una naranja ―dijo el coaticito.
―Y yo, y yo ―dijeron los papás.
―Esta y esta y esta ―dijo el papá separando tres naranjas―. Me parece que son las que tienen un poco más de gusto a sol.
Fin.
Señor Gustavo: ¡Lo queremos y admiramos mucho!

¡Sigan así, queridos amigos y queridas amigas!

¡Los queremos mucho, queridos amigos!

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